Por Eduardo Ibarra Aguirre
Empeñado a fondo como está Juan Camilo Mourino Terrazo para abrir más a Petróleos Mexicanos a la inversión de las trasnacionales energéticas, llama la atención que el gobierno considere “inaceptables para nuestro país” los términos en que el Congreso de Estados Unidos pretende condicionar el Plan México, llamado Iniciativa Mérida con el objetivo de no estimular la repulsa ciudadana a la luz de la experiencia de Colombia, sellada por la intervención militar estadunidense y el fracaso de ésta y de Álvaro Uribe Vélez en el combate al narcotráfico.
No es que le falten razones al gobierno de Felipe de Jesús Calderón Hinojosa para denunciar la naturaleza intervencionista del Capitolio, sino que mientras se rechaza el escrutinio del Ejército, la Fuerza Aérea y la Armada, no se muestra interés por la soberanía alimentaria destruida en el último cuarto de siglo, menos aún por la financiera con el sistema bancario en manos extranjeras y qué decir de la energética, en la que empeñan sus mejores esfuerzos gobierno, plutocracia e intelectuales orgánicos para imponer el paquete de las seis reformas legislativas sin que medie la mínima consulta a la ciudadanía. Si tan seguro está el oficialismo de que le asiste el derecho y la razón, no tendría por qué escandalizarse con la propuesta de Marcelo Ebrard Casaubon.
Por supuesto que no puede ignorarse el excesivo interés del Pentágono por incidir cada vez más en el rumbo de la milicia mexicana, concentrada como está en tareas de seguridad pública, en funciones policiacas, y alejada de las que son su razón de ser, la vigilancia y defensa de la integridad territorial y la soberanía nacional.
Para la entrega de los fondos económicos, en especie y etiquetados, destaca entre las condiciones el inicio de “reformas legales y judiciales” en México, y el establecimiento, a cargo de Washington, de una base de datos “para el escrutinio de las corporaciones policiales y militares mexicanas a fin de garantizar que las fuerzas militares y policiales que reciban los fondos no estén involucradas en violaciones a los derechos humanos o (en la) corrupción.”
Tales condicionamientos son inaceptables si, como se infiere, tienen como objetivo una mayor intervención del Pentágono en las fuerzas armadas mexicanas, uno de los últimos obstáculos a franquear por el gobierno del país vecino.
Tampoco puede ocultarse que el Estado mexicano es signatario de tratados internacionales que lo obligan a respetar los derechos humanos de primera, segunda y tercera generaciones, y que en “la guerra contra el narcotráfico y el crimen organizado”, decretada por Calderón Hinojosa en forma unilateral y sin realizar los más elementales preparativos –hasta el punto que Manuel Espino Barrientos asegura que no se está ganando--, las garantías individuales son las grandes perdedoras, además de mil 650 vidas humanas en los últimos cinco meses.
Un violador sistémico de los derechos humanos es el Ejército. Y José Luis Soberanes Fernández opera como legitimador del desastre que padece el país en la vital materia, de acuerdo a las más importantes instituciones y organismos internacionales. Desde que el doctor del Opus Dei dio un giro de 180 grados en el caso de Ernestina Ascencio Rosario, antecedido de la coordinación con Carlos María Abascal Carranza y Francisco Javier Ramírez Acuña en la barbarie impuesta en San Salvador Atenco, la represión descomunal en contra de la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca y en el caso Lydia Cacho Ribeiro, subordinó a la Comisión Nacional de los Derechos Humanos al Ejecutivo federal.
Calderón y Soberanes buscan mantener el monopolio de los derechos humanos. Sin vigilancia ni supervisiones externas. Allí está Amérigo Incalcaterra, representante en México de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, quien fue retirado bajo la presión del dueto con afanes monopolizadores.
Empeñado a fondo como está Juan Camilo Mourino Terrazo para abrir más a Petróleos Mexicanos a la inversión de las trasnacionales energéticas, llama la atención que el gobierno considere “inaceptables para nuestro país” los términos en que el Congreso de Estados Unidos pretende condicionar el Plan México, llamado Iniciativa Mérida con el objetivo de no estimular la repulsa ciudadana a la luz de la experiencia de Colombia, sellada por la intervención militar estadunidense y el fracaso de ésta y de Álvaro Uribe Vélez en el combate al narcotráfico.
No es que le falten razones al gobierno de Felipe de Jesús Calderón Hinojosa para denunciar la naturaleza intervencionista del Capitolio, sino que mientras se rechaza el escrutinio del Ejército, la Fuerza Aérea y la Armada, no se muestra interés por la soberanía alimentaria destruida en el último cuarto de siglo, menos aún por la financiera con el sistema bancario en manos extranjeras y qué decir de la energética, en la que empeñan sus mejores esfuerzos gobierno, plutocracia e intelectuales orgánicos para imponer el paquete de las seis reformas legislativas sin que medie la mínima consulta a la ciudadanía. Si tan seguro está el oficialismo de que le asiste el derecho y la razón, no tendría por qué escandalizarse con la propuesta de Marcelo Ebrard Casaubon.
Por supuesto que no puede ignorarse el excesivo interés del Pentágono por incidir cada vez más en el rumbo de la milicia mexicana, concentrada como está en tareas de seguridad pública, en funciones policiacas, y alejada de las que son su razón de ser, la vigilancia y defensa de la integridad territorial y la soberanía nacional.
Para la entrega de los fondos económicos, en especie y etiquetados, destaca entre las condiciones el inicio de “reformas legales y judiciales” en México, y el establecimiento, a cargo de Washington, de una base de datos “para el escrutinio de las corporaciones policiales y militares mexicanas a fin de garantizar que las fuerzas militares y policiales que reciban los fondos no estén involucradas en violaciones a los derechos humanos o (en la) corrupción.”
Tales condicionamientos son inaceptables si, como se infiere, tienen como objetivo una mayor intervención del Pentágono en las fuerzas armadas mexicanas, uno de los últimos obstáculos a franquear por el gobierno del país vecino.
Tampoco puede ocultarse que el Estado mexicano es signatario de tratados internacionales que lo obligan a respetar los derechos humanos de primera, segunda y tercera generaciones, y que en “la guerra contra el narcotráfico y el crimen organizado”, decretada por Calderón Hinojosa en forma unilateral y sin realizar los más elementales preparativos –hasta el punto que Manuel Espino Barrientos asegura que no se está ganando--, las garantías individuales son las grandes perdedoras, además de mil 650 vidas humanas en los últimos cinco meses.
Un violador sistémico de los derechos humanos es el Ejército. Y José Luis Soberanes Fernández opera como legitimador del desastre que padece el país en la vital materia, de acuerdo a las más importantes instituciones y organismos internacionales. Desde que el doctor del Opus Dei dio un giro de 180 grados en el caso de Ernestina Ascencio Rosario, antecedido de la coordinación con Carlos María Abascal Carranza y Francisco Javier Ramírez Acuña en la barbarie impuesta en San Salvador Atenco, la represión descomunal en contra de la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca y en el caso Lydia Cacho Ribeiro, subordinó a la Comisión Nacional de los Derechos Humanos al Ejecutivo federal.
Calderón y Soberanes buscan mantener el monopolio de los derechos humanos. Sin vigilancia ni supervisiones externas. Allí está Amérigo Incalcaterra, representante en México de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, quien fue retirado bajo la presión del dueto con afanes monopolizadores.
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