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10 febrero 2008

LA DECADENCIA DEL IMPERIO AMERICANO

La caída del dólar y la recesión de la economía más poderosa del Mundo, vistos como un signo inequívoco que preanuncia la decadencia del imperio americano. Sin embargo, seguramente, su poderío militar no se vea afectado. El gendarme universal, que no sabe de límites, y que estará dispuesto a todo por no perder su predominio, ¿a cuántos “nuevos Irak” nos llevará? ¿Hasta dónde lo dejaremos llegar?

La decadencia del imperio americano.
El fantasma de la recesión golpea fuerte en las entrañas del imperio y nada parece detenerlo. La Reserva Federal –por cuarta vez en los últimos cuatro meses-- debió bajar la tasa de interés en una magnitud sin precedentes para incentivar una mayor actividad. Seguramente el éxito de la medida no fue el esperado, ya que una quinta rebaja debió comunicarse apenas comenzado febrero.
Bush, por su parte, anunció medidas fiscales que alentarán el consumo directo con bombos y platillos, en un claro intento de mejorar de inmediato las alicaídas expectativas de los agentes. Pero así y todo, estos esfuerzos han resultado vanos: Wall Street sigue cayendo, y las perspectivas generales que hacen los propios analistas norteamericanos, para el corto y mediano plazo, auguran los vaticinios más negros que se le pueden hacer al sistema: caída del consumo, desaceleración, estancamiento, acciones a la baja, quiebras, aumento del desempleo, etc. Ni el más optimista defensor a ultranza del modelo puede decir otra cosa: en la primera y más “sólida” economía del Planeta, paradigma inexpugnable del funcionamiento capitalista, algo anda mal. Eso ya nadie lo puede negar. Aunque, seguramente, todos estos pronósticos hablarán de crisis coyuntural, o a lo sumo, dirán que la economía estadounidense está atravesando un ciclo de depresión que no se ha sabido sortear, u otras cosas por estilo. No dejarán de destacar la transitoriedad del fenómeno, ni tampoco de precisar que muy pronto se revertirá.
Ahora, en nuestra modesta opinión, creemos que no es así, sino todo lo contrario: esta crisis responde a factores estructurales y a políticas “antieconómicas” permanentes. Esto determina, inexorablemente, que en el largo plazo la economía norteamericana seguirá padeciendo estos “males” a extremos sin precedentes.
Del boom inmobiliario a la caída de las bolsas. Sin entrar a analizar las causas de fondo, la difícil situación que atraviesa la economía norteamericana de hoy, tiene su antecedente más inmediato en la debacle en el circuito de los préstamos hipotecarios que se precipitó a mitad del año pasado. Esto ya había obligado, tanto a la Reserva Federal como al Banco Central Europeo, a inyectar en sus plazas cientos y cientos de millones de dólares y de euros, para evitar la crisis generalizada en los mercados financieros de los países centrales.
La excesiva liquidez de la economía norteamericana de los últimos años, el desmedido afán de lucro de los operadores inmobiliarios y sus socios banqueros, la falta de controles y transparencia que posibilitaba que se otorgaran préstamos sin las suficientes garantías, y hasta que los fondos de los mismos se desviaran para el consumo de bienes no durables, el creciente endeudamiento interno de millones de norteamericanos que están “en rojo” (que han rebasado sus posibilidades de crédito y también de pago) infló tanto el globo de la financiación hipotecaria que terminó por explotar. El creciente incumplimiento por parte de los deudores hipotecarios se transmitió de inmediato a toda la cadena financiera, que en épocas de bonanza se había sumado al boom inmobiliario norteamericano prestando a empresas constructoras o, “descontando” créditos con garantía hipotecaria de particulares.
Las consecuencias son por todos conocidas, la caída estrepitosa en los niveles de actividad de la construcción, y un incontable número de entidades financieras con pérdidas millonarias o al borde de la quiebra. Clara muestra de cómo el afán de lucro desmedido (aun cuando éste se nutra de la especulación y de la falta de transparencia) pilar básico del sistema, puede ser también el motor de su derrumbe.
El dólar: de Dios a monaguillo. Pero todo esto tiene un punto de partida: la excesiva liquidez de los últimos años de la economía norteamericana. La única economía en todo el Mundo que todavía puede darse el lujo de solventar, tan solo imprimiendo billetes de color verde o emitiendo bonos de la Reserva Federal, todos sus descalabros. Ya sea el que hizo posible un boom inmobiliario que ya sucumbió, o el que sustenta las sombrías pretensiones de ser el gendarme universal que Estados Unidos ha asumido a partir de las guerras de Afganistán y de Irak. Guerras que ya le han costado al gran país del norte cifras tan descomunales que superarían ampliamente el billón de dólares (o sea que ya se habrían gastado en ellas más de un millón de veces un millón de dólares).
O ahora mismo, financiando los 157 mil millones que tiene de costo el paquete fiscal de devolución de impuestos que entregará a cada contribuyente individual un cheque por U$S 600, o a cada familia norteamericana uno por U$S 1.200, para que éstos lo vuelquen de inmediato al consumo interno que se viene desplomando. Que, dicho sea de paso, fomentar el consumo, es la mejor medida para salir de esta situación. Nadie lo duda, a pesar que desde siempre, tanto Estado Unidos como los organismos internacionales de crédito (el FMI, el Banco Mundial o el BID), hayan impuesto a nuestras economías pobres y subdesarrolladas, ante circunstancias similares, la receta opuesta: ajustes fiscales con aumento de impuestos y la baja del gasto social, que siempre perjudica a los más pobres que son los que terminan pagando mayoritariamente todas las crisis.
Pero aquí el problema primordial es que, ni aún siendo la primera economía del mundo, se puede resistir este ritmo de gasto indefinidamente. La estrepitosa caída del dólar de los últimos tiempos lo está demostrando. El déficit fiscal norteamericano ha sido una constante en todas las administraciones desde Bush padre para acá, y ha crecido enormemente tanto en términos relativos como en términos absolutos. Por su parte, el déficit comercial norteamericano trepó de 84 mil millones en 1992 a 800 mil millones en 2007 multiplicándose casi por diez. Sólo China mantuvo un superávit comercial con Estados Unidos de U$S 250 mil millones el año pasado. Los gastos en defensa han alcanzado al 20% del PBI norteamericano en promedio en la última década. Las guerras antiterroristas contra el “eje de mal” se estima que insumirán otros 2 y medio billones de dólares en los próximos diez años. ¿Cuánto tiempo más se puede sostener esto?
En los años 50 Norteamérica acaparaba la mitad de toda la riqueza que se producía en el Mundo. En el 2007 apenas llega al 25% del total, y con una manifiesta tendencia a la baja. Esa enorme porción de la torta la ha perdido a mano de las potencias emergentes. Por ahora China es el principal socio comercial de Estados Unidos pero, ¿qué pasaría si algún día el Banco de China decidiera desprenderse de los 900 mil millones de dólares que mantiene en bonos de la Reserva Federal en sus arcas? O si, por ejemplo, la OPEP decidiera dejar de utilizar como moneda para sus transacciones el dólar, o que algunos países con grandes reservas fueran cambiando la posición de las mismas a otra moneda que no fuera el dólar, ¿qué pasaría? Obviamente que la baja que viene sufriendo la divisa norteamericana de estos últimos tiempos se quedaría en pañales. y el dólar se desplomaría en caída libre marcando el principio del fin. Por algo ya ni Don Juan ni Doña María, previsores al máximo, guardan más dólares debajo del colchón, ahora prefieren al euro.
El dólar, símbolo todopoderoso de la riqueza y del poder de Norteamérica, que presidía omnipotente todos los altares del capitalismo, ha pasado a hacer de monaguillo. La manifiesta debilidad de hoy de la “moneda del mundo”, marca el inicio de un camino que ya no tiene retorno.
El sueño americano y la realidad. Lógicamente que estas consideraciones se quedarían rengas si no nos detuviéramos un poco en los hombres y las mujeres que constituyen esta sociedad. Y de inmediato nos viene a la mente las imágenes de riqueza y opulencia que desde siempre nos ha mostrado la televisión norteamericana y el cine de Hollywood, donde el sueño americano se hace realidad para cada uno de los protagonistas. Pero en la vida real no hay protagonistas, sino gente común y corriente, gente de carne y hueso, para la cual la realidad es muy otra.
Aunque traten de ocultarlo, la estadounidense es una sociedad que, para citar cifras oficiales (1) de 2006, condena a 37 millones de norteamericanos a vivir en la pobreza, de los cuales 13 millones son niños. Una sociedad que alberga en su seno a 47 millones de sus ciudadanos sin ningún tipo de cobertura médica, en un sistema de asistencia que tiene por principio básico que quien no paga no se atiende. No hablemos de otros tantos ciudadanos, o más, que sólo cuentan con seguros parciales de atención médica que excluyen muchos tratamientos “costosos”, a los que sólo acceden quienes tienen muy altos ingresos. Un sistema de salud que privilegia exclusivamente el lucro de las corporaciones médicas y hospitalarias, y que ha sido considerado el más costoso e ineficiente del Mundo (si tomamos en cuenta la cantidad de personas cubiertas y la calidad y cantidad de actos médicos que éstas reciben en relación al total pagado por los seguros). Un sistema de salud del que, insistentemente, se viene anunciando que en los próximos 25 años irá a la banca rota porque, de seguir en estas condiciones, los seguros ni siquiera podrán cubrir el costo de las limitadas prestaciones que se brindan.
Hablamos de una sociedad donde muchos analistas locales, para no ser menos, auguran, también, la quiebra de los fondos de retiro en un futuro no muy lejano (malos manejos de los fondos de inversión, menores aportes, prestaciones por más tiempo a cada uno de los beneficiarios, por citar algunas de las razones). Reafirmando la desconfianza que está generando este sistema, se está constatando que los norteamericanos de ingresos más bajos se están jubilando mucho más tarde de lo que lo hacían antaño, y no es precisamente porque se tenga ganas de trabajar hasta morir.
Y dejamos fuera de estas observaciones, para no extendernos más, a los casi 20 millones de inmigrantes indocumentados que están padeciendo las penurias que todos conocemos. Indocumentados que, además de todo, se encuentran varios escalones por debajo de los norteamericanos más pobres.
Por supuesto que toda esta gente conoce el sueño americano, pero como nosotros, por haberlo visto en alguna película.
La decadencia y la guerra. Ahora, no podemos ser ingenuos. Este anunciado declive de Estados Unidos, que inevitablemente lo llevará a dejar de ser la primera potencia económica del planeta, no significa, necesariamente, que lo mismo le vaya a ocurrir como potencia militar. Es más, nos atrevemos a afirmar que seguramente le suceda justamente lo opuesto. Mal que nos pese, en los años por venir seguramente veamos nuevas “guerras de Irak” en otros lugares, por petróleo o por cualquier otro recurso natural vital a los intereses norteamericanos. Ojalá que nos equivoquemos. Es lo que más desearíamos.
Esperemos, entonces, por el futuro de nuestros hijos y nietos, que la vocación belicista que ha caracterizado a este nuevo Imperio de Occidente, gran gendarme que no sabe de límites y que está dispuesto a todo por no perder su predominio, --lo que también en este sentido lo hace parecerse tanto a la Roma decadente que presagió el fin--, en algún momento deberá ser puesto en su lugar por el resto del mundo, o, lamentablemente, el Mundo todo dejará de ser tal, por lo menos, para la vida humana.

(1) Informe de 2006 del Census Bureau de Estados Unidos.

José Miguel García
jomigarcia@hotmail.com
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