Por: Julio Pomar
El asunto ha sido cada vez más ventilado en la prensa y en los medios electrónicos. Los protagonistas de la derecha empresarial e ideológica, junto con algunos desertores de la gran idea de México para los mexicanos, quieren consumar el atentado a la nación de privatizar, por una vía u otra, a Petróleos Mexicanos. No erraron quienes vieron en el relevo en Gobernación -en que dejó el cargo el rústico represor Ramírez Acuña y lo asumió el negociante hispano Mouriño Terrazo- el designio anti nacional de Felipe Calderón de cambiar la posesión real de la empresa petrolera, segunda en el mundo por sus utilidades, naturalmente antes de impuestos fiscales, que lo son del 40 por ciento a favor del gobierno, o sea, su gran arca proveedora de recursos. Apenas llegó Mouriño a esa cartera, se puso en movimiento una más estruendosa campaña de hostigamiento en la opinión pública para hacer ver la “inevitabilidad” de ese cambio de posesión.
Los impulsores del trágico propósito han insistido en que no cambiarán el estatuto jurídico de Pemex; seguirá ésta siendo propiedad de la nación. O sea, dicen que no van por una reforma constitucional al efecto. Pero sí se proponen apropiarse de la abultada renta petrolera, que es lo que en el fondo les interesa a los avorazados inversionistas privados, sobre todo extranjeros y estadunidenses o españoles por más señas, que se relamen de ambición ante la nueva perspectiva, y ante quienes doblan la cerviz panistas y algunos priístas o ex priístas. Que el gobierno, dicen, se quede como simple administrador del petróleo (problemas de intrincada logística, complicadas relaciones con el sindicato, asuntos laborales, multitud de contratistas menores, etc.) y les dejen manejar las utilidades petroleras a los que sí saben como embolsárselas, para que desde ahí puedan estos mismos, operar sobre las políticas de la gran empresa a favor de sus intereses de lucro y no los de la nación.
Ha surgido la peregrina y corta visión en sectores de la izquierda, de que el de Pemex no es ya un problema ideológico, sino de sana administración, debido a sus tremendos problemas de operación e ineficacia; que hay que superar los tabúes nacionalistas o estatistas para darle eficacia a la empresa. El proceso comenzó, como recordamos, en el salinato, el cual en rigor empezó en la presidencia de Miguel de Lamadrid (1982-1988) y se extendió hasta el propio Salinas, Zedillo, Fox y ahora Calderón, cuatro sexenios gubernamentales y un año, esto es, 25 años, un cuarto de siglo. La primera embestida general de los neoliberales asaltantes de las posiciones de mando gubernamental fue la de “desincorporar” -eufemismo por desmantelar- el sector estatal de la economía. La siderurgia, toda la que había en manos del Estado, se privatizó; las minas igualmente. Los bancos nacionalizados en un acto de arrebato nacionalista del frívolo López Portillo no muy bien pensado, pero positivo, fueron de nuevo privatizados y en el intento se fueron hasta la cocina: excepto uno, todos los bancos que operan hoy aquí están en manos de capitales extranjeros, que obviamente miran por su beneficio y mantienen sólo una hipócrita actitud de supuesto servicio a la nación, pero en rigor se sirven con la cuchara más grande manipulando la jugosa renta bancaria. Fue una batida general contra el estatismo en la economía, bajo el grito de Salinas, convenientemente aplaudido y apoyado desde Wall Street, de que “antes lo progresista era estatizar, pero ahora lo progresista es desincorporar”, o sea, privatizar.
De pronto, a la vuelta de este cuarto de siglo, sólo quedan como últimas grandes murallas estatales las empresas de la energía petrolera y eléctrica, Pemex y CFE, contra las cuales se levanta hoy la intensa gritería empresarial y derechista de “¡acábenlas!”, convenientemente orquestada por Felipe Calderón y su secretario de Gobernación energético, Camilo Mouriño, y los aplausos incontenibles del llamado mercado petrolero internacional. La propuesta calderoniana-mouriñana consiste entregar la propiedad de la nación, los yacimientos petroleros, y ponerla en copropiedad con empresas extranjeras, para así repartirse las ganancias petroleras. Y si este Plan A no es posible, por la intensa repulsa nacional ya anunciada que provocaría un acto expropiatorio al revés -privatizador pues- está el Plan B: manipular las utilidades de Pemex a través de diversos mecanismos: adquisición de tecnología a las trasnacionales con asociación de ganancias bajo el supuesto de los riesgos; bursatilización de las utilidades de Pemex; etc.
Qué lamentable y triste es que el papel de enterrador de Pemex le toque al hijo de quien se significó, cuando fue director de la misma empresa estatal (1964-1970), como uno de sus acérrimos y más lúcidos defensores y quien en su momento la salvó de la proliferación de los llamados contratos de riesgo que la iban a poner soterradamente en manos privadas. Qué lamentable y qué triste. Me refiero a Don Jesús Reyes Heroles, Don Jesús de Veracruz, un gran hombre, ideólogo de la política y constructor de la reforma política, director de Pemex en el sexenio de Gustavo Díaz Ordaz, y a Jesús Federico Reyes Heroles González Garza, el hijo sólo biológico del primero. Pero así es la vida cuando los sucesores de un nombre y un prestigio no la asumen con grandeza.
Falta ver que logren su designio en el corto plazo. Se acercan las elecciones intermedias del 2009. Los priístas, que son el fiel de la balanza para cualquier cambio en la posesión de Pemex, no constituyen en este punto el partido monolítico que era antes. El realismo pragmático se les impone a muchos de ellos, o se les debe imponer. No han de ir a las compulsas electorales próximas con la mácula de haber privatizado Pemex. O sea, van a tratar de “nadar de muertito” para poder seguir cosechando triunfos electorales, pues anhelan retomar la presidencia en el 2012 y saben que a nadie convence la enajenación a manos privadas de la gran empresa petrolera. Encuestas hay donde la inmensa mayoría de los consultados (siempre más del 90 por ciento) se niegan en redondo a la privatización de Pemex, aun sin entender mucho de los intríngulis financieros u operativos de la empresa. Subsiste entre muchos priístas algo del viejo espíritu que los llevó a prevalecer en el poder durante siete décadas. A esa experiencia debe corresponder su decisión final de este tiempo.
El asunto ha sido cada vez más ventilado en la prensa y en los medios electrónicos. Los protagonistas de la derecha empresarial e ideológica, junto con algunos desertores de la gran idea de México para los mexicanos, quieren consumar el atentado a la nación de privatizar, por una vía u otra, a Petróleos Mexicanos. No erraron quienes vieron en el relevo en Gobernación -en que dejó el cargo el rústico represor Ramírez Acuña y lo asumió el negociante hispano Mouriño Terrazo- el designio anti nacional de Felipe Calderón de cambiar la posesión real de la empresa petrolera, segunda en el mundo por sus utilidades, naturalmente antes de impuestos fiscales, que lo son del 40 por ciento a favor del gobierno, o sea, su gran arca proveedora de recursos. Apenas llegó Mouriño a esa cartera, se puso en movimiento una más estruendosa campaña de hostigamiento en la opinión pública para hacer ver la “inevitabilidad” de ese cambio de posesión.
Los impulsores del trágico propósito han insistido en que no cambiarán el estatuto jurídico de Pemex; seguirá ésta siendo propiedad de la nación. O sea, dicen que no van por una reforma constitucional al efecto. Pero sí se proponen apropiarse de la abultada renta petrolera, que es lo que en el fondo les interesa a los avorazados inversionistas privados, sobre todo extranjeros y estadunidenses o españoles por más señas, que se relamen de ambición ante la nueva perspectiva, y ante quienes doblan la cerviz panistas y algunos priístas o ex priístas. Que el gobierno, dicen, se quede como simple administrador del petróleo (problemas de intrincada logística, complicadas relaciones con el sindicato, asuntos laborales, multitud de contratistas menores, etc.) y les dejen manejar las utilidades petroleras a los que sí saben como embolsárselas, para que desde ahí puedan estos mismos, operar sobre las políticas de la gran empresa a favor de sus intereses de lucro y no los de la nación.
Ha surgido la peregrina y corta visión en sectores de la izquierda, de que el de Pemex no es ya un problema ideológico, sino de sana administración, debido a sus tremendos problemas de operación e ineficacia; que hay que superar los tabúes nacionalistas o estatistas para darle eficacia a la empresa. El proceso comenzó, como recordamos, en el salinato, el cual en rigor empezó en la presidencia de Miguel de Lamadrid (1982-1988) y se extendió hasta el propio Salinas, Zedillo, Fox y ahora Calderón, cuatro sexenios gubernamentales y un año, esto es, 25 años, un cuarto de siglo. La primera embestida general de los neoliberales asaltantes de las posiciones de mando gubernamental fue la de “desincorporar” -eufemismo por desmantelar- el sector estatal de la economía. La siderurgia, toda la que había en manos del Estado, se privatizó; las minas igualmente. Los bancos nacionalizados en un acto de arrebato nacionalista del frívolo López Portillo no muy bien pensado, pero positivo, fueron de nuevo privatizados y en el intento se fueron hasta la cocina: excepto uno, todos los bancos que operan hoy aquí están en manos de capitales extranjeros, que obviamente miran por su beneficio y mantienen sólo una hipócrita actitud de supuesto servicio a la nación, pero en rigor se sirven con la cuchara más grande manipulando la jugosa renta bancaria. Fue una batida general contra el estatismo en la economía, bajo el grito de Salinas, convenientemente aplaudido y apoyado desde Wall Street, de que “antes lo progresista era estatizar, pero ahora lo progresista es desincorporar”, o sea, privatizar.
De pronto, a la vuelta de este cuarto de siglo, sólo quedan como últimas grandes murallas estatales las empresas de la energía petrolera y eléctrica, Pemex y CFE, contra las cuales se levanta hoy la intensa gritería empresarial y derechista de “¡acábenlas!”, convenientemente orquestada por Felipe Calderón y su secretario de Gobernación energético, Camilo Mouriño, y los aplausos incontenibles del llamado mercado petrolero internacional. La propuesta calderoniana-mouriñana consiste entregar la propiedad de la nación, los yacimientos petroleros, y ponerla en copropiedad con empresas extranjeras, para así repartirse las ganancias petroleras. Y si este Plan A no es posible, por la intensa repulsa nacional ya anunciada que provocaría un acto expropiatorio al revés -privatizador pues- está el Plan B: manipular las utilidades de Pemex a través de diversos mecanismos: adquisición de tecnología a las trasnacionales con asociación de ganancias bajo el supuesto de los riesgos; bursatilización de las utilidades de Pemex; etc.
Qué lamentable y triste es que el papel de enterrador de Pemex le toque al hijo de quien se significó, cuando fue director de la misma empresa estatal (1964-1970), como uno de sus acérrimos y más lúcidos defensores y quien en su momento la salvó de la proliferación de los llamados contratos de riesgo que la iban a poner soterradamente en manos privadas. Qué lamentable y qué triste. Me refiero a Don Jesús Reyes Heroles, Don Jesús de Veracruz, un gran hombre, ideólogo de la política y constructor de la reforma política, director de Pemex en el sexenio de Gustavo Díaz Ordaz, y a Jesús Federico Reyes Heroles González Garza, el hijo sólo biológico del primero. Pero así es la vida cuando los sucesores de un nombre y un prestigio no la asumen con grandeza.
Falta ver que logren su designio en el corto plazo. Se acercan las elecciones intermedias del 2009. Los priístas, que son el fiel de la balanza para cualquier cambio en la posesión de Pemex, no constituyen en este punto el partido monolítico que era antes. El realismo pragmático se les impone a muchos de ellos, o se les debe imponer. No han de ir a las compulsas electorales próximas con la mácula de haber privatizado Pemex. O sea, van a tratar de “nadar de muertito” para poder seguir cosechando triunfos electorales, pues anhelan retomar la presidencia en el 2012 y saben que a nadie convence la enajenación a manos privadas de la gran empresa petrolera. Encuestas hay donde la inmensa mayoría de los consultados (siempre más del 90 por ciento) se niegan en redondo a la privatización de Pemex, aun sin entender mucho de los intríngulis financieros u operativos de la empresa. Subsiste entre muchos priístas algo del viejo espíritu que los llevó a prevalecer en el poder durante siete décadas. A esa experiencia debe corresponder su decisión final de este tiempo.
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