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15 junio 2008

La otra infidelidad de Creel

Jorge Zepeda Patterson

La vida política es cruel con los tibios y los indecisos. Por desgracia la decencia o las convicciones suelen ser un estorbo en la vida pública, a menos que se asuman hasta las últimas consecuencias. Santiago Creel intentó incursionar en la política bajo la bandera de la decencia y la honestidad, pero una y otra vez se apartó de ellas en momentos decisivos. A la postre no terminó siendo ni buen político, ni buena persona.

Las razones que tuvo el PAN (Calderón) para destituir a Creel como coordinador de los senadores de su partido pueden ser muchas y de distinta naturaleza. Usted escoja: Desconfianza (no pertenece al grupo que gobierna en Los Pinos). Resentimiento (Calderón no le perdona las zancadillas durante la precampaña presidencial). Incompetencia (resultó pésimo operador político en el Congreso). Envidia (va adelante en las encuestas presidenciales para el 2012). Subordinación a las televisoras (lo han boicoteado). Escándalo (resultó demasiado "ojo alegre" para los panistas: divorcio, procreador clandestino con Edith González, idilio actual con otra jovencita, golpes de guaruras en una discoteca de Acapulco).

Lo más probable es que su remoción sea resultado de todos los factores anteriores. Lo sorprendente no es que Creel haya perdido el cargo de coordinador de los senadores panistas; lo que sorprende es que haya durado tanto.

Y es que, considerando las oportunidades que tuvo, Creel resultó un fracaso como político. Fue derrotado en las dos candidaturas en las cuales compitió (la jefatura de Gobierno del DF y a la candidatura del PAN a la Presidencia). Como operador político hizo un pobre trabajo en la Secretaría de Gobernación y en la coordinación del Senado.

Había sido un litigante de prestigio en derecho corporativo, un buen director de la Escuela de Derecho del ITAM y un extraordinario consejero ciudadano cuando el IFE todavía era motivo de orgullo entre los mexicanos. Su llegada a Gobernación, de la mano de Fox, fue percibida como la gran oportunidad de la sociedad civil: significaba nada más y nada menos que la política quedaba en manos del gran ciudadano. Pero simple y llanamente se paralizó. Tenía tal miedo de perder sus posibilidades como candidato presidencial que se guardó sus convicciones, se autoincautó el cerebro y renunció a cualquier apuesta transformadora.

El caso de Televisa lo ejemplifica. Como secretario de Gobernación concedió al monopolio una desvergonzada autorización en materia de juegos y sorteos, a cambio de una cobertura mediática favorable para la precampaña presidencial. Pero una vez derrotado, la mala conciencia lo llevó a criticar a la televisora y eventualmente a ser parte de los que facilitaron la revisión e interrupción de la llamada ley Televisa. El resultado es que acabó en lo peor de los dos mundos: los sectores críticos no le perdonan
haberse prostituido; la televisora no le perdona haberse arrepentido.

Mi impresión es que Creel es demasiado buena persona para ser político; pero no tan buena persona como para hacer una diferencia en la política. Carece de la malicia o el estómago que hacen de los Emilios Gamboa y los Manlios Fabios Beltrones políticos profesionales, canallas de tiempo completo. Pero al final no es mucho mejor la dignidad a medio tiempo que ejerce Creel. En ocasiones, incluso, puede ser tanto o más dañina.

El senador tiene la extraña cualidad de inspirar en muchos grupos la sensación de haberles engañado. Y es que, en efecto, ha quedado mal con tirios y troyanos. El problema con Santiago Creel es que sus interlocutores nunca sabían si estaban hablando con el ciudadano demócrata o con el aliado de Manuel Espino y El Yunque; si era el abogado estricto e incorruptible o el frecuentador de discotecas y amores juveniles. Lo cierto es que estos políticos multipolares terminan traicionando a todos.

Manoseó las buenas causas con propósito de ayudarlas, pero terminó abandonando todas para no querellarse con los poderes vigentes. Debemos reconocerle a Creel que desde Bucareli evitó el uso de la represión y la mano dura como respuesta política. Pero no hizo nada para evitar que otros la usaran a mansalva. Allí están los casos de Oaxaca y Ulises Ruiz, o Atenco y Peña Nieto como muestra de su inconsistencia.

Quizá por eso los amigos que lo conocieron en sus tiempos de consejero ciudadano señalaban en broma que los alienígenas habían abducido al ciudadano demócrata, y ciertamente muchos nos preguntábamos quién le había robado el cerebro.

El caso de Creel es una variante más de las muchas experiencias frustradas que dejan detrás de sí los ciudadanos, profesionales y empresarios que arriban a la política con buenas intenciones y magros resultados. Llegan impacientes buscando el cambio, convencidos de que la decencia y la honestidad transformará la esfera pública, pero terminan subyugados por la fascinación que ejerce el poder.

Carecen del cinismo que caracteriza a los políticos profesionales, pero hacen tantas concesiones a sus principios y tales moratorias a sus convicciones para mantenerse en el presupuesto, que al final resultan personas deslavadas, prisioneros de la autonegación, profetas de la demagogia involuntaria. Alberto Begné desde la ONG (del partido Alternativa), Jorge Castañeda desde los circuitos intelectuales, Eduardo Bours desde el empresariado, o Santiago Creel desde el ámbito de la abogacía.

Todos ellos constituyeron una promesa distinta de renovación ciudadana pero terminaron siendo presos de su propia ambición y víctimas de la clase política que habían jurado cambiar. La verdadera infidelidad de Creel no es la que está documentada en el Hola o el Quién.

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