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15 junio 2008

La libertad religiosa

Arnaldo Córdova

Como resulta obvio, una cosa es la libertad religiosa y muy otra es la relación del Estado laico con las iglesias (incluida la católica). En esta entrega me ocuparé de la primera; en la siguiente, de la segunda.

En un ensayo de juventud, Marx anotaba que lo que necesita la libertad religiosa, la libertad de los hombres para creer en su dios, es la total separación del Estado y las iglesias. Para él, el país más religioso del mundo eran los Estados Unidos, donde el Estado está por encima de todos las sectas religiosas, aunque no por entero de la religión. Donde hay un Estado confesional, que profesa una fe religiosa oficial, ahí sufre la fe religiosa de los hombres, porque la religión necesita, para desarrollarse a plenitud, de la libertad más completa.

Hoy la jerarquía católica clama por una mayor libertad religiosa y eso obliga a enfrentar una rigurosa definición de lo que esa expresión tiene que decir, jurídica, política y racionalmente. ¿Qué es lo que necesita el creyente para practicar con la mayor libertad su religión? Pues que el Estado no le diga cómo debe hacerlo, que ningún individuo le imponga el modo de hacerlo y, desde luego, estar libre de ataduras de parte de su iglesia, de modo que sea él y no el cura o el sacerdote quien decida cómo hacerlo.

Nuestra Carta Magna garantiza plenamente la libertad religiosa y la define, esencialmente, como libertad de los individuos. Podría decirse también que de los grupos, lo que es cierto; pero de los grupos en cuanto forman comunidades religiosas de individuos, no como tales. Su artículo primero garantiza que nadie será discriminado por su religión. El 24 establece que todo individuo es libre de profesar la creencia religiosa que decida y realizar sus prácticas religiosas, siempre que no contravengan lo que dictan las leyes y la propia Constitución. No pueden dictarse leyes estableciendo o prohibiendo religión alguna. Los actos religiosos son privados y deben realizarse en los templos (y, fuera de ellos, sujetándose a la ley).

El tercero evoca el 24 y garantiza que la educación estará libre de credos religiosos, sobre la base de que a una misma escuela pueden asistir alumnos de diversos credos y de que en ella se educa en las ciencias y en las artes y no en la fe religiosa. El artículo 130 sujeta a las iglesias, como comunidades de fieles a un régimen constitucional y legal, sobre la base de la separación entre las iglesias y el Estado.

Todo ello define lo que llamamos laicismo. El laicismo quiere decir, en primer término, libertad absoluta de profesar la religión que a uno le venga en gana. En segundo término, la separación de las iglesias y el Estado. En tercer término, la privacidad de las creencias religiosas. En cuarto, una educación que sea libre de creencias religiosas (la educación religiosa la deben impartir las propias iglesias en privado, en sus recintos, y jamás en instalaciones públicas, como se hace en Jalisco). En quinto lugar, que los bienes de las iglesias son, por definición constitucional, bienes de la nación y ellas sólo usufructuarias de los mismos.

Eso debería ser todo, pero ahora la jerarquía católica nos sale con la novedad de que la libertad religiosa no es sólo libertad de los fieles, sino libertad de la Iglesia, así, “de la Iglesia” y ni siquiera “de las iglesias”. ¿Cómo les ha venido en mente semejante aberración constitucional, jurídica y hasta cultural? Las iglesias son instituciones reconocidas y admitidas por el Estado y, por supuesto, gozan de un marco de autonomía, como es también el caso de cualquier asociación privada, pero que no es el de los individuos. Ellas están en el derecho de darse su estatuto interno y las reglas de su culto, pero aquí la novedad es que ahora los obispos quieren libertad de su institución como si fuera un individuo.

Sólo quiero reiterar lo obvio: la libertad religiosa es libertad de adorar a uno o a varios dioses, según cada caso, y en eso no hay más que agregar a lo que ya tenemos. Los jerarcas católicos nos hablan de un concepto de libertad religiosa que es inadmisible en el marco constitucional y jurídico en el que hoy actuamos. Un individuo aislado tiene libertad religiosa para adorar a su dios como le dé la gana. Pero de lo que nos hablan no es un modo de adorar a Dios, sino de algo más: de la licencia para poder influir en la vida pública y pronunciarse sobre todos los asuntos concernientes a la sociedad y a los individuos.

En relación con las instituciones sociales de todo tipo, incluidas las iglesias, no cabe hablar de libertad, por lo menos en los términos en que hablamos de la libertad de los individuos. Más bien se debe hablar de autonomía y ésta no puede ser definida más que por la naturaleza de los fines para los que expresamente están establecidas y permitidas. Equiparar la libertad de los individuos con esa pretendida libertad de las instituciones significaría desvirtuar el sentido mismo de la libertad que es, ante todo y por todo, individual. Y eso está establecido en las leyes, comenzando por el Código Civil y la legislación mercantil, que definen de muchas maneras, según sea el fin expreso, las asociaciones.

Las iglesias son definidas como asociaciones religiosas para un fin específico, para desarrollar el cual están dotadas de autonomía, no de libertad. Incluso los partidos deben ser definidos como asociaciones establecidas para un fin particular, en cuya consecución deben contar con una autonomía particular. Los que gozan de todas las libertades garantizadas por la Constitución son sus integrantes. Las asociaciones sólo deben cumplir con sus fines y no pretender que se les autoricen otros para los cuales no están pensadas ni admitidas en la ley.

Los que sacaron de su chistera la ocurrencia de que la Iglesia católica necesita “más libertad” (incluso política y lo han dicho) no conocen la Carta Magna ni, mucho menos, sus leyes. La Constitución, definitivamente, no lo admite ni se puede proponer que lo admita, porque eso sería introducir un elemento de antijuridicidad en su cuerpo, pues lo que realmente se propone es que a esa iglesia se le dote de una autonomía que va más allá de la ley y que resultaría desigual y, por lo tanto, inequitativa para las demás iglesias. Violar los principios del derecho para lograr un fin particular: eso es lo que se propone.

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