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01 junio 2007

Entre la libertad y el miedo

Porfirio Muñoz Ledo

En 1952 Germán Arciniegas publicó un libro que conmovió a mi generación: Entre la libertad y el miedo . Es la crónica apasionada de los sueños y batallas democráticas ahogados por el despotismo. Nos habla de dos Américas Latinas: una visible -la oficial- apoyada en la violencia y ornada de charreteras y falsas dignidades políticas, y la otra, la invisible, a la que concibe como una gran reserva histórica, compuesta de "muchedumbres que no pueden expresarse libremente".

Las condiciones de vida de esas mayorías silenciosas no se han modificado en lo esencial, y aunque las sangrientas dictaduras de entonces fueron erradicadas, subsiste la opresión económica y las sociedades duales se han petrificado. De ahí la debilidad congénita de nuestras democracias y el hecho preocupante de que más de la mitad de los ciudadanos manifiesten hoy su preferencia por gobiernos autoritarios si éstos les otorgasen seguridad y atendiesen sus necesidades más acuciantes.

De ahí también que la militarización de los regímenes civiles pueda aparecer como una salida tentadora para atacar dos problemas de una sola andanada: la pérdida de jurisdicción territorial del Estado y la escasa legitimidad del gobierno. Basta con presentar la operación como indispensable para el mantenimiento del orden público y la tranquilidad de las familias y dejar al ingenio mediático el cuidado de los disfraces.

Poco importa que el adversario no sea el complejo financiero-político del narcotráfico sino sólo sus aberrantes manifestaciones callejeras. Menos aún que se deje en el misterio el tiempo que habrá de prolongarse la ocupación castrense y los fueros que se conceden a sus ejecutores. Tampoco es necesario transparentar las acciones, comprobar su eficacia ni explicar por qué ningún país ha optado por una estrategia semejante.

En Colombia, el grueso de las operaciones -militares y paramilitares- han sido dirigidas contra las FARC, que a su vez operan en connivencia con el crimen. Son en consecuencia aplicables la previsiones de los Convenios de Ginebra referidos a "conflictos armados que no sean de índole internacional", y que comprenden tanto los límites y responsabilidades de las acciones bélicas como la protección a la población civil.

El ejercicio en que se ha embarcado el gobierno mexicano está más bien inspirado en las aventuras militares de Washington; tanto por el propósito de crear una realidad virtual con objetivos políticos internos, como por la confusión deliberada entre los verdaderos causantes de las agresiones y los sujetos finales de las represalias. Invocar la peligrosidad del terrorismo resultaría insuficiente, ya que, según las convenciones en la materia, éste debe combatirse con "pleno respeto al estado de derecho, los derechos humanos y las libertades fundamentales".

La cuestión es determinar el marco jurídico al que está sujeta en este caso la acción del Estado. Blandir el beneplácito popular para apartarse del orden constitucional es el origen de todo despotismo. Máxime cuando median ya numerosas denuncias sobre violaciones calificadas a los derechos civiles, tales como cateo ilegal, detención arbitraria, confiscación de bienes, tortura, tratos crueles y degradantes, allanamientos de morada y daños en propiedad ajena.

La Constitución es explícita en la regulación de este género de operaciones. El artículo 29 establece que "en los casos de invasión, perturbación grave de la paz pública, o de cualquier otro que ponga a la sociedad en grave peligro, solamente el Presidente de la República. podrá suspender en todo el país o en lugar determinado las garantías que fuesen obstáculo para hacer frente rápida y fácilmente a la situación".

Pone sin embargo condiciones y términos de esa facultad. Sólo puede ejercerla con el acuerdo de los secretarios de Estado y la Procuraduría General de la República, y la aprobación del Congreso de la Unión, y en los recesos de éste, de la Comisión Permanente. Además, "deberá hacerlo por un tiempo limitado, por medio de prevenciones generales y sin que la suspensión se contraiga a un solo individuo".

Contiene asimismo una disposición adicional: "Si la suspensión tuviese lugar hallándose el Congreso reunido, éste concederá las autorizaciones que estime necesarias para que el Ejecutivo haga frente a la situación, pero si se verificase en tiempo de receso, se convocará sin demora al Congreso para que las acuerde". Esto es, que encima de las "prevenciones generales" se requieren "autorizaciones" -específicas, se supone- que son más importantes, en la medida que sólo las puede dictar el Congreso.

Quien autoriza es el que retiene la autoridad. En este caso el Poder Legislativo, que no el Presidente. Nuestros parlamentarios ya dieron el primer paso al adoptar en la Comisión Permanente un punto de acuerdo por el que exhortan al Ejecutivo a fortalecer "las policías de investigación, prevención y protección a fin de evitar el despliegue del Ejército mexicano en tareas de seguridad pública". En tribuna exigieron también: "Explicar los objetivos de la llamada guerra contra el narcotráfico", así como si su duración será sexenal.

Sorprende el autoritarismo lacónico con que respondió Calderón, al exclamar "ni un paso atrás en la tarea de defender a México y la vida de los mexicanos". Pero sorprendería más que los gobernadores cerraran filas en torno a las decisiones del gobierno federal y exhortaran al Congreso para que apruebe la iniciativa de reforma a la justicia penal que le envió el Ejecutivo. Como en los pactos feudales, mandan los señores de la tierra y conminan a las asambleas a doblegarse.

De toda evidencia el Congreso debiera poner un alto al abuso de autoridad. Ese es el foro donde habrían de dirimirse las políticas y las leyes del Estado para hacer frente racionalmente a las amenazas contra la seguridad nacional. No debiera amedrentarlos la guerra mediática, aun a sabiendas de que Calderón ha duplicado ya el monto de la publicidad que erogó su antecesor. Por ello mismo, la primera de las reformas al Estado es la recuperación de la soberanía sobre la comunicación.

Se oye el silencio de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, ocupada hoy en nuevas complicidades con los poderes eclesiásticos y civiles. Transformémosla de raíz y esperemos que, en último análisis, la Suprema Corte asuma las potestades que le corresponden en la determinación de la constitucionalidad de los actos del poder público.

Evitemos la dicotomía entre la libertad y el miedo. Derrotemos a los causantes efectivos de la zozobra y salvemos a un tiempo nuestras prerrogativas ciudadanas.

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