Durante los últimos 60 años, Estados Unidos se dotó de lo que se ha dado en llamar «aparato securitario de Estado». Este se conformó como un Estado detrás del Estado, encargado de dirigir desde la sombra la guerra fría contra la URSS y, más, tarde de ocupar el espacio que dejara vacante el desmantelamiento de la Unión Soviética y de dirigir la guerra contra el terrorismo. Dispone de un gobierno militar fantasma designado para reemplazar el gobierno civil, en caso de que este último quedase decapitado durante un ataque nuclear.
En su célebre discurso de adiós, el 17 de enero de 1961, el presidente Eisenhower declaró: «En los consejos de gobierno, tenemos que tener cuidado con la adquisición de una influencia ilegítima, deseada o no, por parte del complejo militaro-industrial. Existe el riesgo de un desastroso desarrollo de un poder usurpado y [ese riesgo] se mantendrá. No debemos permitir nunca que el peso de esta conjunción ponga en peligro nuestras libertades o los procesos democráticos».
Este aviso resultó sin embargo insuficiente. La lógica del «aparato securitario de Estado» ahogó poco a poco la de las instituciones que ese mismo aparato debía proteger. El complejo militaro-industrial utilizó su poder para modificar las instituciones civiles según su propia conveniencia, en vez de ponerse al servicio de estas. En definitiva, el lobby de la guerra falseó el proceso electoral y logró decidir, en cada elección presidencial, quién sería el ocupante de la Casa Blanca.
Desde hace 60 años, sin excepción alguna, el presidente es siempre el candidato que se compromete a concretar las exigencias del «aparato securitario de Estado» y que obtiene el apoyo financiero masivo de las firmas que tienen contratos con el Pentágono. Claro está, después tomar posesión de la Oficina Oval, el elegido trata siempre de deshacerse de sus padrinos y de acercarse a los verdaderos intereses de su pueblo. Tendrá entonces que ser capaz de darse cuenta del margen de maniobra del que dispone, con la posibilidad de que lo eliminen, política o incluso físicamente. Finalmente, el riesgo de que un presidente que se aparte del «Estado profundo» logre a pesar de ello mantenerse en el poder estará siempre limitado por la regla, impuesta durante la misma época, que limita el ejercicio de la función presidencial a dos mandatos consecutivos.
En esas condiciones –como veremos más adelante– la alternancia entre demócratas y republicanos no proporciona a los ciudadanos estadounidenses un medio de cambiar la política, sino que constituye para el «aparato securitario de Estado» la posibilidad de mantener la misma política más allá de la impopularidad del presidente ya “desgastado”. Se trata de la aplicación del principio que Giuseppe Tomasi di Lampedusa atribuye al Gatopardo: «Todo tiene que cambiar, para que nada cambie y para que podamos seguir siendo los amos».
A veces el «Estado profundo» sale a la superficie y deja entrever su poderío. Eso sucede ocasionalmente durante el período de transición presidencial. Se produce entonces un semivacío del poder, durante la fase en que el presidente saliente sigue a cargo de los asuntos pendientes, mientras que el presidente electo se prepara para asumir el mando.
En el siglo XVIII, se explicaba que ese período de transición de 11 semanas era el tiempo necesario para hacer un balance de los resultados y conformar un equipo, debido al gran tamaño del país y la lentitud de las comunicaciones. La primera transición se desarrolló en 1797, cuando John Adams fue electo como sucesor de George Washington. Durante siglo y medio, no existió ningún tipo de procedimiento para regular ese período ya que los dos presidentes (el presidente saliente y el que lo reemplaza) no tenían ninguna razón que los obligara a colaborar entre sí. Hoy en día la cosa es muy distinta ya que el «aparato securitario de Estado» aprovecha ese período para poner al nuevo ocupante de la Casa Blanca al corriente de lo que debe saber sobre «Estado profundo». Para comprender el sistema, volvamos a la historia de esas transiciones.
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