En la tradicional ceremonia política anual del Día de los Caídos, el presidente George W. Bush rindió ayer homenaje a los soldados estadunidenses que han perdido la vida en las guerras de Afganistán e Irak, a quienes llamó una "nueva generación de héroes". Se refirió a sus muertes como parte del "destino" estadunidense, y dijo que de ellas "debe surgir un mundo en el que los sueños crueles de tiranos y terroristas sean frustrados y abortados" y en el que "la libertad se garantice a millones que nunca la han conocido".
El discurso tiene como telón de fondo un momento sumamente crítico para la cruzada bélica emprendida por la Casa Blanca contra Irak y Afganistán: la cifra de efectivos invasores muertos en el primer país asciende a 3 mil 731 (104 en lo que va de este mes), y se consolida en la percepción de los estadunidenses la evidencia de que una y otra intervenciones no tienen más futuro que el fracaso, pese a la necedad con que Bush se empeña en defender sus aventuras militares. La certeza de la derrota se debe no sólo a que este gobernante optó por llevar a cabo ambas agresiones bélicas a pesar de las multitudinarias expresiones de rechazo de millones de personas en todo el mundo y sin contar con la aprobación de la Organización de Naciones Unidas (ONU), sino también porque se trata de guerras injustas, ilegales y fundamentadas en la mentira: no procuran el bienestar y la protección de los habitantes de Estados Unidos, sino la generación de oportunidades de negocio para las empresas del entorno presidencial; no tenían como propósito liberar o democratizar a los países invadidos, sino ganar posiciones geoestratégicas y saquear los recursos naturales. A la vista de esos propósitos reales, no es de extrañar que esas expresiones de "la guerra contra el terrorismo" hayan producido resultados contrarios a los supuestamente deseados: han generado mayor inseguridad en el país vecino, y en las naciones atacadas se han traducido en destrucción, sufrimiento y caos.
Por otra parte, el discurso de ayer de Bush constituyó una versión renovada del destino manifiesto, doctrina que sostiene, en síntesis, que Estados Unidos puede, en tanto "pueblo elegido", apropiarse de todo territorio que desee. Esta concepción delirante justificó las políticas expansionistas de Washington, que durante más de un siglo han llevado consigo desolación, pillaje y violencia a diversas latitudes. Baste recordar la invasión a México y el bombardeo al Puerto de Veracruz en 1914; las intervenciones en Nicaragua (1926), Guatemala (1954), Vietnam (1958-1975) y Panamá (1964 y 1989); las guerras sucias auspiciadas en América Latina por Washington, acompañadas de la sistematización de la tortura, el arrasamiento de aldeas, las desapariciones forzosas, las ejecuciones extrajudiciales de miles de activistas políticos y demás atrocidades. A la vista de estos hechos, el afán por revivir el destino manifiesto es un agravio y un motivo de alarma para los países que han sido víctimas de las agresiones y las injerencias estadunidenses.
Al saberse cuestionado por gran parte de la población de su país, a Bush no le ha quedado más salida que emitir un mensaje abiertamente necrófilo: exaltar la muerte. Es inevitable recordar, cuando se lee su discurso, la obscenidad que profirió el general franquista José Millán Astray, el 12 de octubre de 1936, en la Universidad de Salamanca, en respuesta al brillante discurso del entonces rector de esa casa de estudios, Miguel de Unamuno: "¡Abajo la inteligencia! ¡Viva la muerte!"
Y, en efecto, Bush ha demostrado con creces que carece de la inteligencia requerida para frenar la masacre en Irak, y no se diga de la altura moral para reconocer que esta guerra está destinada al fracaso y que -en paráfrasis del político francés Charles Maurice de Talleyrand a propósito de la represión napoleónica-, más que un crimen, es una estupidez.
El presidente estadunidense no puede ocultar su propia y principalísima responsabilidad en las decenas o centenas de miles de muertes ocurridas desde 2001 a la fecha en Afganistán e Irak, entre las cuales han de contarse las de los efectivos invasores. Ayer, en el cementerio de Arlington, éstos, en suma, fueron homenajeados por su propio verdugo.
Fuente: Editorial de La Jornada.
El discurso tiene como telón de fondo un momento sumamente crítico para la cruzada bélica emprendida por la Casa Blanca contra Irak y Afganistán: la cifra de efectivos invasores muertos en el primer país asciende a 3 mil 731 (104 en lo que va de este mes), y se consolida en la percepción de los estadunidenses la evidencia de que una y otra intervenciones no tienen más futuro que el fracaso, pese a la necedad con que Bush se empeña en defender sus aventuras militares. La certeza de la derrota se debe no sólo a que este gobernante optó por llevar a cabo ambas agresiones bélicas a pesar de las multitudinarias expresiones de rechazo de millones de personas en todo el mundo y sin contar con la aprobación de la Organización de Naciones Unidas (ONU), sino también porque se trata de guerras injustas, ilegales y fundamentadas en la mentira: no procuran el bienestar y la protección de los habitantes de Estados Unidos, sino la generación de oportunidades de negocio para las empresas del entorno presidencial; no tenían como propósito liberar o democratizar a los países invadidos, sino ganar posiciones geoestratégicas y saquear los recursos naturales. A la vista de esos propósitos reales, no es de extrañar que esas expresiones de "la guerra contra el terrorismo" hayan producido resultados contrarios a los supuestamente deseados: han generado mayor inseguridad en el país vecino, y en las naciones atacadas se han traducido en destrucción, sufrimiento y caos.
Por otra parte, el discurso de ayer de Bush constituyó una versión renovada del destino manifiesto, doctrina que sostiene, en síntesis, que Estados Unidos puede, en tanto "pueblo elegido", apropiarse de todo territorio que desee. Esta concepción delirante justificó las políticas expansionistas de Washington, que durante más de un siglo han llevado consigo desolación, pillaje y violencia a diversas latitudes. Baste recordar la invasión a México y el bombardeo al Puerto de Veracruz en 1914; las intervenciones en Nicaragua (1926), Guatemala (1954), Vietnam (1958-1975) y Panamá (1964 y 1989); las guerras sucias auspiciadas en América Latina por Washington, acompañadas de la sistematización de la tortura, el arrasamiento de aldeas, las desapariciones forzosas, las ejecuciones extrajudiciales de miles de activistas políticos y demás atrocidades. A la vista de estos hechos, el afán por revivir el destino manifiesto es un agravio y un motivo de alarma para los países que han sido víctimas de las agresiones y las injerencias estadunidenses.
Al saberse cuestionado por gran parte de la población de su país, a Bush no le ha quedado más salida que emitir un mensaje abiertamente necrófilo: exaltar la muerte. Es inevitable recordar, cuando se lee su discurso, la obscenidad que profirió el general franquista José Millán Astray, el 12 de octubre de 1936, en la Universidad de Salamanca, en respuesta al brillante discurso del entonces rector de esa casa de estudios, Miguel de Unamuno: "¡Abajo la inteligencia! ¡Viva la muerte!"
Y, en efecto, Bush ha demostrado con creces que carece de la inteligencia requerida para frenar la masacre en Irak, y no se diga de la altura moral para reconocer que esta guerra está destinada al fracaso y que -en paráfrasis del político francés Charles Maurice de Talleyrand a propósito de la represión napoleónica-, más que un crimen, es una estupidez.
El presidente estadunidense no puede ocultar su propia y principalísima responsabilidad en las decenas o centenas de miles de muertes ocurridas desde 2001 a la fecha en Afganistán e Irak, entre las cuales han de contarse las de los efectivos invasores. Ayer, en el cementerio de Arlington, éstos, en suma, fueron homenajeados por su propio verdugo.
Fuente: Editorial de La Jornada.
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