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28 mayo 2007

>> QUE PASA,USA? (R)

WASHINGTON IRVING, nacido el 3 de abril de 1783 en Nueva York, casi diez años después de la independencia americana, es uno de los primeros escritores de su país en el tiempo y en la popularidad. Reúne múltiples facetas en su obra. La ternura, el humorismo de pura cepa anglosajona y la gracia asoman desde sus primeros ensayos. Con el título de “Salmagundi, Or the Whim-Whams and Opinions of Lancelot Langstaff and Others” publicó, junto con su hermano William y Paulding, una serie de ensayos misceláneos de gran aceptación. Pero sobresale Irving como historiador y biógrafo.
Su actividad historiográfica se desarrolla hasta 1836 y produce las obras más importantes, para dejar paso desde esta fecha a la biografía en la que retrata hombres de acción—el capitán Bonneville, George Washington, Mahoma—y escritores como Goldsmith.
Como historiador, Washington Irving es, quizá, el prototipo del historiador romántico. Muy lejos de la seriedad investigadora de los grandes maestros de la historia del siglo XIX. Admirador de Walter Scott, cosmopolita, viajero infatigable, la historia se le presenta como un museo de delicias. La confunde con la leyenda y, aun en los momentos más críticos, la bordea.
Así narra los orígenes de su ciudad natal con el nombre de Dietrich Knickerbocker en “A History of New York from the Beginning of the World to the End of the Dutch Dynasty” (1809). Knickerbocker es un fantástico compilador de una historia cómica. El equipo profesional de baloncesto con sede en el Madison Square Garden ha tomado como nom de guerre los >>Kicks<< en honor al personaje literario de Irving asociado con la historia de Nueva York.
Con relación a su última etapa en España, Irving cierra con un libro redactado e impreso en 1832, “The Alhambra: a Series of Tales and Sketches of the Moors and Spaniards, divulgado en su lengua original y en las versiones con el título universal de “Cuentos de la Alhambra.” Irving no inventa las leyendas que nos narra. Todas han sido recogidas de boca de los vecinos de la Alhambra.
Irving se excusa de su inverosimilitud, ya que el marco de todos sus relatos, la Alhambra de Granada, es por sí un palacio encantado y encantador, poetizador al mismo tiempo.

>> EL GOBERNADOR Y EL ABOGADO << moraleja? a leer . . .

EN LOS PASADOS TIEMPOS fue Gobernador de la Alhambra un valeroso y anciano caballero, el cual por haber perdido un brazo en la Guerra era comúnmente conocido con el nombre de el Gobernador Manco. Sentíase muy orgulloso de ser un viejo soldado, con ensortijados mostachos que le llagaban hasta los ojos, botas de campaña, una espada toledana tan larga como un espetón y un pañuelo de bolsillo dentro de la cazoleta de su empuñadura. Era además sumamente severo y puntilloso, y escrupuloso y tenaz en la conservación de todos sus privilegios y dignidades. Bajo su gobierno se cumplían religiosamente todas las inmunidades de la Alhambra como residencia y propiedades reales. A nadie le era permitido entrar en la fortaleza con armas de fuego, ni siquiera con espada o bastón, a menos que fuese persona de cierta distinción y calidad; se obligaba a todos los jinetes a desmontar en la puerta y llevar el caballo de la brida. Ahora bien: como la colina de la Alhambra se eleva en el mismo centro de la ciudad de Granada, siendo, por decirlo así, como una protuberancia de la capital, debía ser en todo tiempo muy enojoso para el Capitán General que mandaba la provincia tener un imperium in imperio, una ciudadela independiente, en el mismo centro de sus dominios.
Y esta situación resultaba entonces más irritante, tanto por el celo escrupuloso del viejo Gobernador, que se sulfuraba ante la más mínima cuestión de autoridad y jurisdicción, como por el carácter maleante y vagabundo de la gente que poco a poco anidaba en la fortaleza, como su santuario, y desde entonces ponían en práctica toda una serie de robos y saqueos a expensas de los honrados habitantes de la población.
En estas circunstancias, existía una perpetua enemistad y rencilla entre el Capitán General y el Gobernador, tanto más extremada por parte de este último por aquello de que la más pequeña de dos potencias vecinas es siempre la más celosa de su dignidad. El soberbio palacio del Capitán General estaba situado en la Plaza Nueva, al pie de la colina de la Alhambra; en él se observaba siempre el bullicio y desfile de guardias, criados y funcionarios de la ciudad. Un baluarte saliente de la fortaleza dominaba el palacio y la plaza pública que hay frente a él. En este baluarte solía contonearse el viejo Gobernador de un lado a otro, con una espada toledana colgada al cinto y la cautelosa mirada puesta en su rival, como el halcón que acecha su presa desde su nido situado en un carcomido árbol.
Siempre que bajaba a la ciudad lo hacía en plan de desfile: a caballo, rodeado de sus guardias, o en su carroza de gala, antiguo y pesado armatoste español de madera tallada y cuero dorado, tirado por ocho mulas, con escolta de caballerizos y lacayos a pie. En tales ocasiones se lisonjeaba de la impresión de temor y admiración que causaba en cuantos le veían como representante del rey; aunque los guasones granadinos, y en especial los ociosos que frecuentaban el palacio del Capitán General, se burlaban de esta ridícula comitiva y, aludiendo a la calaña hampesca de sus súbditos, le llamaban >>El Rey de los Mendigos<<. Uno de los motivos de discordia más corriente entre estos dos jactanciosos rivales, era el derecho que reclamaba el Gobernador de que le dejasen pasar por la ciudad, libres de impuestos, todas las cosas que se destinaban para uso particular o el de su guarnición. Paulatinamente había dado lugar este privilegio a un extenso contrabando. Un nido de contrabandistas sentó sus reales en las chozas de la ciudadela y en las numerosas cuevas de los alrededores, realizando un próspero negocio con la connivencia de los soldados de la guarnición.
Despertó esto la vigilancia del Capitán General, el cual consultó con su legisperito y factótum, un astuto y oficioso abogado que disfrutaba cuantas ocasiones se le presentaban de perturbar al viejo potentado de la Alhambra, envolviéndolo en un laberinto de sutilezas legales. Aconsejó aquél al Capitán General que insistiese en el derecho de registrar todos los convoyes que pasaran por las puertas de la ciudad y le redactó un largo documento vindicando su derecho. El Gobernador Manco era un honrado y austero veterano que odiaba a los abogados más que al mismo diablo, y éste en particular más que a todos los abogados juntos.
— ¡Cómo! —decía retorciéndose fieramente los mostachos—. ¿Conque el Capitán General se vale de ese jurisconsulto para acorralarme y ponerme en aprietos? Ya le haré yo ver que un viejo soldado no se deja chasquear por sus tracaleras de tinterillo.
Cogió la pluma y garrapateó una breve carta, con letra desigual, en la que sin dignarse entrar en razones, insistía en su derecho de libre tránsito, y amenazaba con castigar a cualquier portazguero que se atreviese a poner su insolente mano en un convoy protegido por la bandera de la Alhambra.
Mientras estas graves cuestiones se debatían entre las dos autoridades oficiales, sucedió que una mula cargada de provisiones para la fortaleza llegó cierto día a la puerta de Genil, por la cual tenía que pasar y atravesar luego un barrio de la ciudad en su camino hacia la Alhambra. Iba guiando el convoy un viejo cabo cascarrabias que había servido mucho tiempo al Gobernador, hombre acostumbrado a sus gustos, duro y templado como una hoja toledana.
Al aproximarse a las puertas de la población, colocó el cabo la bandera de la Alhambra sobre la carga de la mula, y, poniéndole rígido y estirándose en una perfecta perpendicular, avanzó con la cabeza erguida, pero con la mirada alerta y recelosa del perro que atraviesa el campo enemigo dispuesto a ladrar o dar un mordisco.
— ¿Quién vive? —dijo el centinela de la puerta
— ¡Solado de la Alhambra! —contestó el cabo sin volver la cabeza.
— ¿Qué llevas de carga?
— Provisiones para la guarnición
— Adelante.
El cabo siguió su camino delante del convoy; pero no había avanzado unos pasos cuando el grupo de portazgueros salió presuroso de la casilla.
— ¡Alto ahí —gritó el jefe—. Para, mulero, y abre esos fardos.
Giró en redondo el cabo y se dispuso al combate.
— Respetad la bandera de la Alhambra —dijo—. Estas cosas son para el Gobernador.
— Me importa un higo el Gobernador y otro higo su bandera. ¡Alto, he dicho, mulero!
— ¡Parad el convoy si os atrevéis! —gritó el cabo amartillando el mosquete—. ¡Adelante el mulero!
Este descargó un fuerte varazo a la bestia; pero el portazguero se abalanzó y se apoderó del ronzal. Entonces el cabo le apuntó con su mosquete y lo mató de un tiro.
Al instante se alborotó la calle. Cogieron al viejo cabo, y después de propinarle varios puntapiés, bofetadas y palos—anticipo que se toma casi siempre el populacho de España a los posteriores castigos de la ley—, fue cargado de cadenas y llevado a la cárcel de la ciudad, en tanto que se permitió a sus compañeros seguir el convoy hasta la Alhambra, después que lo registraron a sus anchas.
El viejo Gobernador montó en violenta cólera cuando supo el ultraje inferido a su bandera y la prisión de su cabo. Por algún tiempo rugió de ira paseando por los salones moriscos y los baluartes, y lanzaba rayos por sus ojos contra el palacio del Capitán General. Cuando desfogó sus primeros arrebatos, envió un mensaje pidiendo la entrega del cabo, alegando que sólo a él pertenecía el derecho de juzgar delitos de aquellos que estaban bajo sus órdenes. El Capitán General, ayudado por la pluma del regocijado abogado, le contestó después de mucho tiempo arguyendo que, como el delito se había cometido dentro del recinto de la población y contra uno de sus funcionarios civiles, no había dudas de que aquel asunto entraba dentro de su propia jurisdicción. Replicó el Gobernador repitiendo su demanda, y volvió a contestar el Capitán General con un alegato más extenso y de mucho fundamento legal. Enfurecióse más el Gobernador y se mostró más perentorio en su petición, y el Capitán General más frío y copioso en sus respuestas; hasta que el viejo soldado, corazón de león, bramaba materialmente de cólera al verse enredado en las mallas de una controversia jurídica.
En tanto que el sutil abogado se divertía de este modo a expensas del Gobernador, seguía su curso el proceso contra el cabo, quien encerrado en un estrecho calabozo de la cárcel sólo disponía de una ventanilla enrejada por el que mostraba su rostro tras los barrotes y por donde recibía los consuelos de sus amigos.
El infatigable abogado extendió diligentemente—según la práctica española—una montaña de testimonios escritos; el cabo, totalmente abrumado por tantos argumentos, se declaró convicto de asesinato y fue sentenciado a morir en la horca.
En vano protestó el Gobernador y lanzó amenazas desde la Alhambra. Llegó el día fatal, y el cabo entró en capilla, como se hace siempre con los criminales el día antes de la ejecución para que puedan meditar en su próximo fin y se arrepientan de sus pecados.
Viendo que las cosas llegaban a tal extremo, el anciano Gobernador determinó ocuparse personalmente del caso. Con este objeto ordenó sacar su carroza de gala, y, rodeado de sus guardias, bajó por la avenida de la Alhambra hasta la ciudad. Fue a casa del abogado y lo mando llamar al portal.
Los ojos del Gobernador brillaban como brasas al ver al leguleyo que avanzaba hacia él con sonriente aspecto.
— ¿Qué es lo que he oído—le gritó—de que habéis condenado a muerte a uno de mis soldados?
— Todo se ha hecho con arreglo a la ley, todo con arreglo a los estrictos procedimientos de la justicia—contestó con aire de suficiencia el regocijado abogado, frotándose las manos—. Puedo mostrar a Su Excelencia el testimonio escrito del proceso.
— Traedlo acá —dijo el Gobernador.
El abogado entró en su despacho, encantado de tener nueva ocasión de demostrar su ingenio a costa del testarudo veterano. Volvió con una cartera llena de papeles, y empezó a leer una larga declaración con la volubilidad propia de los de su profesión. Mientras leía se había agrupado en torno un corrillo de gente que escuchaba con el cuello estirado y la boca abierta.
—Haced el favor de entrar en el coche, lejos de estos impertinentes, para que pueda oíros mejor—dijo el Gobernador.

Entró el abogado en la carroza y, en un abrir y cerrar de ojos, cerraron la portezuela, restalló el cochero el látigo, y mulas, carruaje, guardias, todo, partió con la celeridad del rayo, dejando atónita a la muchedumbre; y no paró el Gobernador hasta asegurar su presa en uno de los más fortificados calabozos de la Alhambra.
Envió luego, un parlamento con bandera blanca, al estilo militar, proponiendo un canje de prisioneros: el cabo por el abogado. Sintióse herido en su orgullo el Capitán General; contestó con una desdeñosa negativa, y mandó levantar un sólido y elevado patíbulo en el centro de la Plaza Nueva, para la ejecución del cabo.
— — ¡Hola! ¿Esas tenemos? —dijo el Gobernador Manco.
— Dio órdenes, e inmediatamente se levantó un patíbulo en el pretil del baluarte saliente que daba a la plaza.
— Ahora —dijo en un mensaje dirigido al Capitán General— ahorcad cuando queráis a mi soldado; pero al mismo tiempo que se esté columpiando en el aire mirad hacia arriba y veréis a vuestro abogado bailando en las alturas.
El Capitán General fue inflexible: formaron las tropas en la plaza, redoblaron los tambores, se reunió allí para presenciar la ejecución. Por su parte, el Gobernador había formado a su guarnición sobre el baluarte, mientras sonaba el fúnebre teñido desde la torre de la Campana, anunciando la próxima muerte del abogado.
La esposa de éste se abrió paso entre la muchedumbre, seguida de una numerosa prole de abogados en embrión agarrados a su falda, y arrojándose a los pies del Capitán General, le suplicó que no sacrificase la vida de su marido, su bienestar y el de sus numerosos hijos, por una cuestión de amor propio,
>>pues demasiado bien conoce Su Excelencia al Gobernador—añadió—para dudar de que cumpla su amenaza de ejecución, si ahorcáis al soldado<<.
Vencieron al Capitán General las lágrimas de la pobre mujer y los clamores de sus hijos. Fue enviado el cabo a la Alhambra con un piquete, con su ropa del patíbulo, como un fraile encapuchado, pero con la cabeza erguida y el rostro de hierro, y pidió, en cambio, el abogado, con arreglo a las condiciones del acuerdo. El antes bullicioso y arrogante hombre de leyes fue sacado del calabozo más muerto que vivo. Toda su presunción y suficiencia habían desaparecido y, según se dice, sus cabellos casi encanecieron del susto; su mirada baja y deprimida, como si todavía sintiese el contacto de la cuerda alrededor del cuello.
El viejo Gobernador puso su único brazo en jarras, y por breves instantes se le quedó mirando con una dura sonrisa.
—De aquí en adelante, amigo mío —le dijo—, moderad vuestro celo en enviar gente a la horca; no confiéis mucho en vuestra seguridad, aunque tengáis de vuestra parte la ley; y sobre todo, procurad no hacer alarde de vuestras chicanerías leguleyas con un viejo soldado.
© Washington IRVING, «Cuentos de la Alhambra», Ed. GREFOL (1979).

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