Por fin se decidió Calderón a dar el paso para enviar su dilatada iniciativa energética. Después de un largo y titubeante periodo de incubación, le da luz verde a su partido para que vaya en la descubierta con la esperanza de evitar mayor desgaste a su chata figura. Esta semana los panistas presentarán su propuesta, con seguridad en la Cámara de Senadores, un recinto más a modo para cristalizar sus entreguistas planes de negocios. Al hacerlo, situará a su administración en la posibilidad de enfrentar un conflicto social y político de serias proporciones. Calderón imagina, junto con sus inexpertos asesores, que el campo legislativo está abierto y planchado, de manera similar a lo sucedido con otros casos de rampantes despojos a la economía popular (pensiones de IMSS e ISSSTE). Cambios que, estiman, pasaron impunes, con rapidez y tersura, tal como interpretaron figuras destacadas de las finanzas mundiales.
Pero Calderón sabe, porque así lo muestra cualquier estudio de opinión, que ahora habrá de contrariar el arraigado sentimiento de una franja mayoritaria de mexicanos que quieren, como mandata la Constitución, retener estricto control sobre los recursos energéticos. Sabe también que sus pretensiones de cambio no obedecen a impulsos modernizadores genuinos para con las respectivas empresas públicas de energía, sino a pulsiones de atrincherados intereses particulares que quieren apropiarse de una industria que es, en términos contables a nivel global, la tercera en rendimientos al capital invertido (sólo atrás de la bancaria y la químico farmacéutica). No le ha importado tampoco que, en su camino enajenador, ponga en riesgo la tranquilidad y la seguridad nacional al permitir la injerencia directa de agentes privados externos que siempre han ambicionado una tajada del rico y abundante pastel petrolero y eléctrico.
Calderón no quiso resistir las urgencias de sus masivos compromisos con los empresarios (internos y del exterior) y ha decidido enviar al Congreso la que llama su reforma energética. Un conjunto de arreglos, presiones y conjuras de gran calado que poco han aparecido, tal como son, en el espacio público abierto. Y cuando se les obliga a sostener al menos parte de sus visiones, o a clarificar sus densos propósitos, optan por dos rutas harto conocidas por previas experiencias. La más socorrida se auxilia de disfraces múltiples: emprenden sendas campañas de propaganda financiadas con los abundantes recursos de que disponen. Tratan así de vender, con el usado expediente de las consignas y los eslogans, las impresentables aristas de sus ambiciosas tropelías. Cuando falla la intentona inicial no dudan en difundir amenazas terribles, catástrofes inminentes y sacrificios inaceptables. Tal como los lanzados por el señor Carstens hace apenas unos días que augura horrendos impuestos adicionales de no haber cambios en la petrolera.
Los escarceos previos terminaron por determinación de las cúpulas del poder establecido. Precisamente las mismas personas, los mismos grupos de presión que metieron a Felipe, no sin tramposo calzador, en la residencia de Los Pinos. Calderón no podía esperar más tiempo sin perder cara, sin molestar a los que lo empujan o sin recibir retóricos, pero molestos ataques de parte de sus aliados priístas.
Ya bien amarrado el asunto con la fracción dominante del PRI, también bajo el influjo de los mandones del país que a menudo le estrujan sus nebulosas posturas, se decidió usar al PAN para la presentación de la acariciada iniciativa energética. El trabuco formado desde hace años, tiene, con lastimosa seguridad, el mínimo de votos requeridos para que pase por el Congreso con las modificaciones a ciertas leyes, reglamentarias de la Constitución o normativas de Pemex y de la administración pública federal. Introducirán así, a trasmano, el articulado que les dará las potestades suficientes para meterle mano, con pasmoso cinismo, al enorme botín de la industria energética. Dirán, con voz preocupada, que lo requiere el interés colectivo y que Pemex seguirá siendo una empresa mexicana. Pero, a continuación, empezará el festín. El reparto del negocio entre sus allegados, la aparición de suertudos contratistas útiles y socios caprichosos e insaciables ocuparán los espacios conseguidos a golpes de razones trucadas.
La autonomía de gestión será el caballo de Troya adecuado para llenar cuanta alforja se acerque con propuestas de negocio. Un flamante y nuevo Consejo de Energía le dará la cobertura, independencia y las seguridades de continuidad que son necesarias. Ahí colocarán a hombres y mujeres adictas a las posturas del acuerdo de Washington y moldeables a la influencia partidista del PRIAN. El tráfico de favores reasumirá su marcha inagotable. La reforma estructural, aún por nacer y ya tan manoseada, empezará a dar rendimientos crecientes.
El llamado al debate quedó, tal como lo concibieron desde el oficialismo, pendiente o francamente arrumbado. Un simple señuelo para incautos. Un truco concebido para cumplir requisitos mínimos de institucionalidad, pluralismo de forma y apertura, siempre y cuando sea arropada con ventajoso diálogo, conductores a modo y escenarios afines. Dirán, de nueva cuenta, que el debate se dará donde se debe: en las Cámaras y sólo ahí. En los medios de comunicación –ideal territorio para airear ideas, programas o sugerencias y sentires– nunca se encontró, alegarán, el momento propicio; tampoco se tuvo el material adecuado, los datos duros, la referencia auténtica que contuviera las propuestas del Ejecutivo. La iniciativa privatizadora sólo existió en la mente calenturienta de los que pretenden llamar la atención, incitar a la revuelta, alebrestar a la muchedumbre, engañar al pueblo, polarizar el ambiente. Tal fue el dictado de los analistas orgánicos, de los sostenedores del oficialismo más derechoso que se ha apoltronado en los órganos decisorios del país en el último cuarto de siglo. Queda el rescoldo y la esperanza de la protesta organizada de la sociedad en defensa de sus intereses. En este movimiento cada quien asumirá su propia responsabilidad.
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