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23 septiembre 2008

Destitución de funcionarios, derecho del pueblo

Álvaro Cepeda Neri

La impunidad de funcionarios y delincuentes es el factor común del relajamiento institucional del estado federado, la federación y el municipio libre, como base de nuestra división territorial y organización política y administrativa, así como del espacio asiento de los poderes federales que es el Distrito Federal. Los delincuentes entran y salen de las cárceles por favoritismo y complicidad de jueces, magistrados y ministros de los poderes judiciales, en alianza con los ministerios públicos.

Los funcionarios entran y salen de sus cargos sin rendir cuentas ni razón de sus actos y omisiones, y sin posibilidad de fincarles responsabilidades por las vías del juicio político o penal. Los presidentes de la república son intocables, sean del Partido Revolucionario Institucional (PRI) o del Partido Acción Nacional (PAN). Los gobernadores, excepcionalmente, han sido destituidos, pero jamás llevados a los tribunales. Por regla general –enriquecidos y con represiones de sangre para hacer valer su despotismo– se convierten en empresarios y banqueros con total impunidad.

Igual pasa con los presidentes municipales, síndicos, senadores, diputados locales y federales. No se diga con los jueces y magistrados del fuero común y federal; ministros de la Suprema Corte; funcionarios de empresas públicas (Petróleos Mexicanos, Comisión Federal de Electricidad, Luz y Fuerza del Centro, etcétera), del Instituto Federal Electoral, del Tribunal Electoral de Poder Judicial de la Federación, con todo y que información e investigaciones judiciales, como de la Contraloría Interna de la Función Pública, los exhiben como más que presuntos responsables de prevaricación. Arrasan con bienes gubernamentales, hacen negocios al amparo del poder y se sabe que intercambian favores de protección por dinero con toda clase de delincuentes, en lo que se denomina narcopolítica.

Los funcionarios han sido rebasados por la criminalidad, debido a su negligencia, aunque más por sus complicidades. El binomio de funcionarios –que incumplen con sus obligaciones, preventiva y represiva para garantizar, no la mínima, sino la máxima seguridad para la paz social– y delincuentes –que han impuesto la ley de la selva– tienen en muy seria crisis de gobernabilidad y estabilidad política y económica al país, al grado de que impera la anarquía.

El auge sangriento ha sembrado el miedo individual y colectivo en una nación que tiene “el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno” (artículo 39 de la Constitución) y ese derecho para exigir la renuncia o destituir funcionarios, apuntalado por su derecho a que nadie debe interrumpir la observancia constitucional, como lo es el trastorno público de las delincuencias que han establecido un gobierno contrario a los principios de esa ley (artículo 136).

El procedimiento para deshacerse de los malos gobernantes, sin derramamiento de sangre (propuesta democrática y republicana de Karl R. Popper) es el juicio político. Pero existe, aunque remota, la posibilidad de exigirles que renuncien, una vez que han probado su ineficacia. En la época contemporánea, sólo un presidente de la República renunció, obligado a hacerlo por el poder tras el trono del “jefe máximo”, Calles.

Así que la nación, como sociedad, desde Victoriano Huerta –destituido por una secuela de la revolución de 1910– no ha podido echar del poder sexenal ni al ilegítimo Ávila Camacho, ni al criminal Díaz Ordaz, como tampoco a Calderón, impuesto por el Instituto Federal Electoral, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación y una Suprema Corte que no quiso “practicar, de oficio, la averiguación de algún hecho o hechos que constituyan la violación al voto público; pero sólo en los casos en que a su juicio pudiera ponerse en duda la legalidad de todo el proceso de elección de alguno de los poderes de la unión”, y que es el caso de Calderón, cuya crisis de legalidad lo ha convertido en un presidente débil, incompetente e ineficaz.

El concepto de la palabra renuncia o destitución no ha entrado al vocabulario de la práctica política mexicana; por eso es que en cuanto alguien la pone en circulación, entran en pánico sus probables destinatarios. Cuando a Salinas y Zedillo les plantearon la exigencia de que renunciaran –después de que en 1968 se le exigiera a Díaz Ordaz–, nada pasó, pero al menos ese presidencialismo fue puesto en la picota de lo imposible-posible.

Electo Fox –y en cuanto transcurrió el primer año de su mal gobierno depredador, con sus payasadas y los excesos de su esposa, y más cuando se ensañó contra López Obrador en complicidad con legisladores federales del PAN y la cínica participación del presidente de la Suprema Corte, Mariano Azuela, y el procurador General de la República, Macedo de la Concha– estuvo rondando el fantasma de su renuncia por el abuso arbitrario de poder.

Ahora, en la cara de Calderón y su séquito; en la cara del presidente de la Corte; de diputados y senadores federales y de los (des)gobernadores del PRI, PAN y PRD; como en la cara de “líderes” como Gordillo y Romero Deschamps (“testigos” del Acuerdo Nacional por la Seguridad, la Justicia y la Legalidad), la voz de un ciudadano irrumpió: “Si no pueden, renuncien”, quedándose todos helados tras recibir el balde de agua fría que remató el plazo de 100 días que otra voz les impuso para dar resultados o dejar sus cargos.

Calderón apenas si aplaudió, cuando el resto de los asistentes, para sepultar el doble reclamo, ahogaron con cerrada ovación la petición de que dejaran sus cargos o serían destituidos. Y es que no hay duda de que la nación está harta del ineficaz desempeño del PAN en el poder presidencial, con un Calderón y los calderonistas incapaces; mientras, aumenta el desempleo, la pobreza masiva, la inseguridad, y sus tontas políticas económicas naufragan en la recesión interna y los estragos de la crisis económica estadunidense.

Al plantear a toda la elite gobernante la alternativa de resolver el problema de la inseguridad o renunciar, adquiere plena vigencia el artículo 39: “La soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo. Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste (de lo contrario): el pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno”.

A voz en cuello, les recordaron que el pueblo puede deshacerse de sus malos gobernantes, facilitándoles que unilateralmente renuncien o que un levantamiento civil les exija que se vayan por la vía de la destitución. La sociedad mexicana ya inició el ejercicio de su derecho, irrenunciable, para alterar o modificar la forma de su gobierno”.

Y es que la democracia representativa enfrenta el desafío de la democracia directa: la del poder del pueblo. Cualquier incidente puede hacer las veces de catalizador de la crisis política, y estallar en vísperas del centenario de la revolución de 1910, que transita en el filo de repetir las fiestas del porfirismo al centenario de la independencia de 1810 y desencadenar lo que faltó en ambas para su conclusión (Orlando Fals Borda, Las revoluciones inconclusas en América Latina: 1809-1968).


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