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20 septiembre 2008

« La Silla Presidencial »

LA GUERRA QUE DESTROZA A MÉXICO es para nosotros la más alta de las causas. El mundo contempla con escándalo a nuestros vecinos del Norte convertidos en conquistadores, para apoderarse de un territorio que la fe de los tratados, que los derechos más respetados por la Comunidad de las Naciones nos aseguraban. Nunca hubo una defensa más legítima, una guerra más necesaria. En ella todo se disputa: nuestro honor, como nuestra existencia, lo presente y el porvenir.

El territorio perdido, las ciudades bombardeadas, la sangre pródigamente derramada en esta guerra, todo nos empeña a proseguirla sin desmayar por los reveses. Es preciso probar que nuestro nombre figura con justicia en el catálogo de los pueblos libres del universo; aceptemos la prueba a que nos sujeta la Providencia, que en estas grandes crisis se regeneran las naciones.

El pueblo no puede pensar en la paz, porque esto fuera consentir en la desmembración de nuestro país, en el oprobio de nuestro nombre; porque este pensamiento indigno proclamaría a México incapaz de probar su valor y soportar los sacrificios, estaba a disposición de todo el que pudiera bombardear sus ciudades y conducir un Ejército a su territorio: después de tanta ignominia, la independencia sería una irrisón, nuestra nacionalidad un hecho transitorio. Por esto la guerra es el grito del pueblo: la guerra es la política del Gobierno.

Para llevarla al cabo no se necesita más que un elemento: la unión. Sobrado tiempo hemos agotado nuestras fuerzas en combates insensatos: es necesario reunirlas contra el extranjero. En nombre de la Patria, yo conjuro a todos los mexicanos para que se reúnan alrededor del estandarte sagrado de la Independencia de la República para que cesen esas divisiones funestas que facilitan los proyectos al invasor, que hacen sonreír de una alegría criminal a los que piensan levantar un trono extranjero sobre las ruinas de nuestra Patria vencida y humillada.

Mexicanos: Yo no he aceptado el Poder para el triunfo de ningún partido. El Gobierno sólo piensa en la salvación común. Para él todas las opiniones generosas son respetables: todos los republicanos, buenos hijos de la Patria. Durante mi vida, la Libertad, la República y la Federación han sido mi causa: voy a servirla, no a olvidarla. Para ella es el Poder, para ella mi sangre toda.

En las banderas del enemigo está inscrito: conquistar ó morir; y para que nuestra Patria sea independiente, para que la causa de nuestra raza triunfe, es necesario oponer a ese funesto lema la fuerza y la libertad: es preciso que nuestros Ejércitos los arrojen del territorio y, que nuestras instituciones los contengan en la frontera. Destinados a una rivalidad permanente, es necesario, para luchar con ellos, hacernos grandes y fuertes con el poder que domina al universo: con la democracia y la razón.

Al recibir el Poder he jurado defender la Independencia y las instituciones. Ese juramento es sagrado. La Nación puede confiar en mi lealtad y mi honor. Pero ellos no bastan para salvarla: la situación es difícil, y yo no me he resignado a recibir el Gobierno sino con la esperanza de reunir todos los esfuerzos de todos los mexicanos, el sacrificio de todos los odios, el ejercicio de todas las virtudes, la acción de todos los esfuerzos.

Que la Nación se levante unida, que acepte la lucha con el enérgico entusiasmo de los días de la independencia, y entonces los vándalos que nos han amenazado se arrepentirán de su temeraria inequidad. La victoria coronará nuestros esfuerzos, y presto tendremos una nacionalidad asegurada, un nombre digno de respeto, una existencia venturosa. Si en la hora del peligro y del sacrificio imitamos las altas virtudes y el valor indomable de nuestros padres, México se salvará.

—General PEDRO MARÍA ANAYA
Presidente Sustituto de México
México, 3 de abril de 1847

© ¡Si hubiera parque…!; Talleres Gráficos de La Nacion (1993)



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