En uno de los días en que el sol intenso quema los escurridos flancos de la tierra caliente, Lázaro Cárdenas aparece de nuevo en la región del Balsas. Llega, como siempre, en forma inesperada, sin heraldos que lo anuncien ni séquito que lo siga. Pero ¡qué entero se ve el hombre con su destino a cuestas y en su persistente hacer por los caminos de Michoacán! Pese al calor intenso—40 grados a la sombra—viste con cuidadosa sobriedad: pantalón recto, saco cruzado, camisa blanca, corbata a tono y sombrero de panamá. Prendas y actitudes ajustadas del todo a su estatura, hechas a la medida de su hombruna condición. Apenas si le siguen unos cuantos, modestos acompañantes o invitados que van en pos suyo como atraídos por su irresistible simpatía. ¡Cuántas sorpresas y emociones no experimentan durante esta clase de recorridos tan plenos de movimiento y actividad!
Enemigo de dar molestias y reacio como es a todo lo que huele a compromisos o formulismos, llega siempre de sorpresa, cuando la gente menos se lo imagina. Y como es natural, halla a todo el mundo desprevenido, entregado por completo a sus tareas bajo el sopor del tremendo mediodía; pero la noticia corre como pólvora y la gente se reanima al conjuro de este grito: ¡Ahí viene el general! Y en efecto, Cárdenas entra en Pungarabato —hoy Ciudad Altamirano por injustificada substitución de su antiguo nombre tarasco— entre la sorpresa de los grandes, la alegría de los chicos y el contento de todos. Como en uno de sus mejores días, se presenta sonriente y animoso, jovial y comunicativo, sin que el largo viaje por tierra—desde Uruapan hasta el Balsas—haga mella en su cuerpo ni en su espíritu de trabajo.
¡Qué capacidad la suya para tratar gentes y ubicar lugares! Nadie lo supera en el conocimiento de los hombres y la topografía: a todo el mundo llama por su nombre y basta con que se vea una vez un sujeto para que lo recuerde siempre; por remoto e insignificante que sea, no hay sitio que no conozca en detalle o de pasada. Más aún, ¿a quién no identifica de inmediato por antecedentes o referencias y quién lo ignora a él si hasta su nombre es santo y seña para el trabajo diario?
Esas gentes de la tierra caliente, tan dadas a hablar de tú al primero que les pone en frente, lo tratan sin embargo con respetuosa devoción; pero casi siempre lo llaman por su grado porque para ellos él es el más general de todos los hombres y el más hombre de todos los generales. Más todavía, para esa gente.
Cárdenas es signo de entereza y familiaridad: les es tan indispensable para el uso cotidiano como el maíz que las nutre o el agua que las rodea; comen y beben bajo la sobra de sus estímulos, por él se afanan o en él se miran cada vez que se empeñan en ser algo más. Ni siquiera necesitan andarse con rodeos para exponerle sus problemas y necesidades porque a ese le gusta que llamen a las cosas por su nombre y vayan al grano desde luego. Y así, sin darle muchas vueltas a los asuntos, él y ellos entienden a las mil maravillas: la gente ignorante se sabe comprendida y Cárdenas se siente satisfecho de poder ayudar a los que han menester de pan y justicia.
Tiene, sobre todo, el don de saber escuchar y nunca desespera ni se impacienta por más que lo acosen las quejas y peticiones; permanece de pie mientras le hablan, y reconstruye fielmente lo que le dicen antes de opinar o emitir su fallo. Mientras escucha o interroga, mira en torno suyo para tener noción exacta de lo que ocurre alrededor; con la simple mirada domina la situación, habituado como está a captar con rapidez y a que nada escape a su observación. ¡Cuántas cosas no es capaz de advertir o imaginar con sólo mirar de golpe o de soslayo!
Algunos se ofrecen para servir de guías en caso de que el recorrido se prosiga de inmediato; pero el general contesta en tono amable y lacónico:
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